Trabajaba en una sodería, hoy es el policía que salvó la vida a dos niños

En antiguas épocas -décadas atrás-, el policía (a veces rondando las calles de a caballo) era mirado por los vecinos como el que los “cuidaba”, el que estaba atento a situaciones delictivas no demasiado importantes. Los adolescentes aparecían, quizás, como los que menos apreciaban esa presencia que muchas veces los dejaba sin el picado de fútbol en medio de la calle. Pero lo cierto es que -en esos tiempos-, no pocos consideraban que el policía no era un enemigo.
Pero con el transcurrir las cosas cambiaron. El uniforme pasó a ser -sobre todo después de los sucesivos golpes de Estado; y particularmente luego de la terrible última dictadura militar- una señal de alerta para buena parte de la sociedad, que obviamente perdió la confianza en una institución como la Policía que había nacido, según se creía, para brindarle seguridad.
Hubo demasiadas tropelías protagonizadas por policías, abusos, atropellos muchas veces vinculados a la falaz presunción de Cesare Lombroso, quien en su particular teoría asociaba las causas de la criminalidad de acuerdo con las características físicas de un individuo. Demasiados excesos y arbitrariedades como para justificar que un policía, no pocas veces, fuera mirado por lo menos con cierta desconfianza.
Una susceptibilidad manifiesta que se observa, porque no es difícil verificar que para buena parte de la sociedad el policía no tiene credibilidad. Tal vez porque se toman como referencia actos de prepotencia y, porqué no decirlo, en algunos casos pequeñas corruptelas a las que suele vincularse a algunos uniformados.
Pero más allá de eso, cuando alguien tiene una urgencia, o se siente afectado en su seguridad no tiene otra que recurrir… a la policía. Aunque esa desconfianza subsista.

Buenos, y no tanto.
Es como funciona, es como está estructurada la sociedad, y lo cierto es que ese artejo conlleva a una inevitable convivencia. Porque cabe preguntarse si se puede vivir en sociedad sin problemas sin alguien que haga cumplir la legislación, que obviamente debiera ser una función esencial del cuerpo policial. Obviamente con el uniformado siendo el primero en ubicarse dentro de la ley.
¿Hay países o sociedades que no los tengan, y en todo caso posean alguna otra manera de manejarse?
Más allá de todas esas disquisiciones, y de las particularidades -que podrán compartirse o no acerca de cómo se estructura y como debe conformarse una policía- dentro de la “institución” (como gustan decir en los partes oficiales), hay buenos y no tan buenos. Como en todos los órdenes: porque es verdad que hay buenos y no tan buenos trabajadores de cualquier actividad…

Gestos a favor.
Tal vez por eso, y para dejar constancia que no todo es de una determinada manera, tal vez no esté mal resaltar algunos gestos que -podría suponerse- estarían dando la pauta que hay buenos policías. Y que en todo caso habrá que ver qué sucede en el futuro en sus carreras para determinar al final si en toda su trayectoria tuvieron el comportamiento que la gente espera de ellos.
En estos últimos días los medios han informado que un agente encontró una cartera con 20 mil pesos y -como hace cualquier persona honesta- ubicó a quien la había perdido y la devolvió. Y además se conoció que un suboficial, en un período de pocos meses, contribuyó a salvar la vida de dos pequeños que corrían el riesgo de ahogarse.

Dos salvatajes.
La rápida intervención policial -y la del servicio médico de urgencia- salvaron primero a un pequeño de solo tres años que había caído en una pileta y cuya vida corría peligro. Fue en Villa Martita, y los trabajos de reanimación -primero de un vecino- y después de un policía -el cabo Juan Carlos Dittler-, lograron que el nene vomitara y comenzara a respirar normalmente. “Conmigo estaba también el cabo primero Simón Ike”, quiere aclarar.
Hace pocos días ocurrió otro episodio en el que el mismo policía -y una compañera- salvaron a un bebé de 15 días con un principio de asfixia en su casa de Villa Alonso. En este caso intervino el mismo Dittler, y su compañera Micaela Yamila Symouang, quienes le hicieron maniobras de RCP al pequeño. Después los médicos hicieron lo suyo.
Al poco tiempo, la pompa oficial -por iniciativa de “la superioridad” decidió distinguir a ambos jóvenes policías por aquellos actos, que naturalmente deben ser reconocidos.

Tener vocación.
“La verdad es que al principio entré en la policía como una salida laboral, pero con el tiempo me fui dando cuenta que tenía vocación… porque me parece que si uno no la tiene se termina yendo”, es lo primero que dice Juan Carlos Dittler en su casa, a LA ARENA.
Cuando se le comenta de los dos difíciles casos en que le tocó actuar, expresa que “no soy ningún héroe… sólo hice lo que tenía que hacer y me habían enseñado. Es como hubiera actuado cualquier otro de mis compañeros”, relativiza.
No obstante reconoce que para la mayor de sus hijas “sí, soy su héroe”, se ríe con ganas, como tratando de restar importancia a lo que hizo, y sobre todo a lo que dice.

El sodero.
Hijo de Juan Carlos, sodero de toda la vida -en realidad ya su abuelo tenía sodería-, y de Marta, el joven ahora policía es divorciado y tiene dos hijas: Valentina (11) y Isabella (4).
“Papá siempre trabajó en la sodería que tenemos aquí, en la misma casa, y después salía a repartir… antes en un carro tirado por un caballo, y después en una camioneta”, relata. El mismo trabajo hacían su abuelo Juan (ya fallecido) y su tío Jorge; y él mismo también fue sodero, tanto trabajando en la elaboración del producto como en el reparto. “Me tocó un tiempo dedicarme a eso, y me gustaba”, agrega.

El ingreso.
En 2012 se inscribió para ingresar en la Policía: “Había más de 1.000 anotados, un récord, y al final ingresamos 140. La verdad es que las pruebas eran bastante rigurosas, exámenes físicos, psíquicos, teóricos y una evaluación presencial”.
Dittler practica artes marciales -Ninjitsu (es cinturón marrón puntas negras, previo al máximo escalafón)-, y se ha desempeñado como instructor. Ya en la Policía su primer destino fue Ingeniero Luiggi (tres años) para luego ser trasladado. “En los pueblos se aprende a ser policía”, señala, “y ahí es como que uno se hace medio amigo de la gente”.
Más tarde sería trasladado a Santa Rosa, y desde entonces se desempeña como “motorista” en la Seccional Primera. “Se hace una tarea de prevención -explica-, y muchas veces vamos a un lugar y debemos pedir colaboración a la Seccional, o la presencia de una ambulancia”.

Orgullo familiar.
“La verdad es que en el momento uno lo toma como algo normal, hace lo que tiene que hacer, pero después sobre todo a partir de las redes sociales se toma conciencia que esas situaciones que se dieron alcanzaron mucha difusión”, dice Juan Carlos, siempre en ese tono bajo que utiliza para expresarse.
La que sí muestra un particular orgullo es su mamá, Marta, quien acude a la sala donde su hijo conversa con el cronista para ver “si necesitan algo”. Y es Juan Carlos el que dice, cuando ella se aleja: “Esto es lo más lindo, la alegría de toda nuestra familia… de mis hijas, sobre todo la mayor que es la que más entiende lo que pasó”, finaliza.

La mirada de reojo
Sabe Juan Carlos Dittler que el uniforme, el policía, muchas veces es “mirado de reojo” sobre todo por los jóvenes. “Es verdad, lo noto aquí en el barrio… pero no pasa nada. Lo que me parece es que en el 90% de los casos el juicio que se hace sobre el policía es injusto”, reflexiona. “La función del policía es brindar un servicio, darle seguridad a la gente. Con respecto a esos dos actos en los que estuve presente a veces me pregunto qué pasaba si hubiera salido mal… Gracias a Dios salió bien”. Y agrega: “Yo digo que hay buenos policías, y son amplia mayoría”.

Policías sin armas de fuego
Una pregunta que se hace mucha gente es si hay lugares en el mundo donde la sociedad se maneje sin una fuerza policial. En el Reino Unido, Islandia, Nueva Zelanda, Irlanda y Noruega no llevan armas de fuego al realizar labores de patrulla. Y esos países tienen tasas de criminalidad inferiores a las de Estados Unidos, que cuenta con uno de los servicios policiales más armados del mundo.
En Islandia un tercio de sus residentes tienen rifles de caza, pero de igual modo los policías no tienen permitido portar armas de fuego. En el año 2013 se registró el primer caso de muerte de un ciudadano a manos de un policía.
En Gran Bretaña la práctica del patrullaje sin armas es una realidad para los oficiales en todo el país, excepto en Irlanda del Norte. En 2013, mientras los agentes policiales cometieron 461 “homicidios justificados”, en el Reino Unido no había sido registrado ni un caso semejante.
La mayor parte de los oficiales de la Policía de Irlanda ni siquiera están entrenados en el uso de armas de fuego, y a pesar de ello el país tiene índices de criminalidad mucho más bajos que EE.UU. Un informe revela que en Nueva Zelanda “solo una docena de policías, todos de alto rango a nivel nacional, tiene derecho a llevar armas de fuego en cualquier ocasión”.
En Noruega, además, son raros los asesinatos. No obstante hubo un atentado protagonizado por un nacionalista que en 2011 terminó con la vida de 77 personas. Aún así la tradición del patrullaje policial sin armas se conservó en ese país, considerado uno de los Estados más seguros del mundo.

Fuente: La Arena